Hay noches que uno espera toda la semana. Transitar por los demás días se vuelve un pretexto para sobrevivir hasta hallarse en ese momento.
Llega la noche, las luces bajas, un lugar grande... pongo mi música y me encomiendo al tango, para que con su magia, la pista se llene de abrazos perfectos.
Mientras espero a que llegue, canto y bailo desde mi silla. Converso, me río, como un poco para sobrevivir, miro a las parejas y el corazón me da un vuelco porque disfrutan la música. Pasa De Angelis, Troilo, Canaro y todavía no llega.
Rescato unos cuantos abrazos del pasado y despego los pies del suelo un poco. Tienen su estilo y se lucen al mismo tiempo en el que me dan mi espacio para lucirme yo también. A veces siento como si no supiera nada, como si cada paso fuera un descubrimiento. Esa es la felicidad de bailar con milongueros, no con bailarines, porque esto no es una danza, es un sentimiento.
A la mitad de la tanda de Sassone, llega y me concede el honor de matarle la fiebre. Es otra cosa. Es poder cerrar los ojos como si tuviera todo bajo control, es caer siempre en el tiempo, es poder hacer lo que siempre quisimos y no lográbamos con otras personas. Es volar, no hay más.
Me voy con otros abrazos. Algunos otros me hacen volar porque la música ya lo amerita. Si alguna vez me fui porque casi nunca lograba volar, ahora no me quiero ir por nada del mundo.
Y viene Pugliese. Ya entiendo cada vez más por qué lo aclaman como San Pugliese. Eran tangos que talvez no habíamos escuchado mucho, pero eran perfectos. No importaba si la pista estaba llena, si alguien miraba o si alguno se equivocaba. Mis ganas de ahogarme entre algunos compases me hacía saber que eso era un vuelo perfecto. Un abrazo perfecto.
Terminó la noche y desde ese momento, todo es un pretexto para sobrevivir hasta que ese vuelo se repita. Eso es bailar, todo lo demás sale sobrando.
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